Buscar este blog

lunes, 7 de marzo de 2016

En un mundo cambiante, ¿cómo hablar de la misericordia?

Taller
En un mundo cambiante, ¿cómo hablar de la misericordia?
XIII Jornadas del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad Pontificia de México, del miércoles 2 al viernes 4 de marzo de 2016

Ciudad de México, jueves 3 de marzo de 2016

Objetivo del taller: tomar consciencia de las condiciones y situaciones del mundo actual que, aun en medio de contextos adversos y desafiantes, constituyen lugares propicios para la vivencia de la misericordia.

Primer momento: Un mundo cambiante
Ver al mundo desde el cambio—. Hacia la mitad del siglo sexto de nuestra era un filósofo y matemático bizantino, Simplicio de Cilicia, atribuyó la frase griega Πάντα ῥεῖ” (todo fluye) a Heráclito, el antiguo filósofo de Éfeso del que hablaron también Platón en su diálogo Cratilo y Aristóteles en los libros I, IV y XII de su Metafísica. Así pues, entre los siglos V y VI antes de nuestra era, en la Grecia antigua, se fraguó la doctrina ontológica que conocemos bajo el nombre del “perpetuo devenir” o del “flujo perpetuo”, la cual concebía a todo cuanto existe en un constante e irremediable cambio y transformación. Un poco más de veinticinco siglos después, esta doctrina ontológica se convirtió, la mayoría de las veces de modo inadvertido, en una muy común y popular manera de ver el mundo y la realidad. Las últimas décadas han sido un continuado escenario de cambios drásticos y profundos en todo el planeta —cambios estructurales sociales y políticos, mundialización de la economía y el comercio, globalización, desarrollos científicos y tecnológicos, etcétera—, cambios que han llenado páginas y páginas en innumerables trabajos y estudios de las sociedades contemporáneas. Inclusive no han faltado quienes sostienen que se ha fraguado un cambio de época. El cambio de época se ha ido abriendo paso inexorablemente y de modo vertiginoso, dando lugar a una nueva época marcada precisamente por el cambio.
Las personas también cambian—. Pero no es sólo el mundo, las cosas, los hechos o el contexto lo que cambia, sino que también las personas viven —y muchas veces padecen— en mayor o en menor medida un cambio. En general, puede identificarse este cambio gradual y apresurado en las actuales generaciones que se van sucediendo, en sus cosmovisiones, en sus comportamientos y en las maneras de dirigirse en medio del mundo y de la sociedad. Por ejemplo, los jóvenes de ahora cuentan con ideales, modelos, paradigmas y otro tipo de referencias bastante diferentes de los de los jóvenes de hace tres o cuatro décadas. En el ámbito de las modas, los jóvenes de hoy ven con bastante lejanía y extrañeza ciertos tipos de ropa, de cortes de cabello, de juegos, de intereses, de frases,  de expresiones, de gustos, etcétera, aunque en realidad no sea mucho el tiempo que esas cosas han dejado de estar de moda; se habla de la música de los setenta y de los ochenta como si fuera música antigua, que ha pasado a ser anticuada o, en mejores casos, música que se ha vuelto ‘clásica’ o parte de una moda ‘retro’. Pero no solamente los jóvenes han sido sujetos del cambio de época, sino toda la sociedad ha estado sujeta a este mundo de transformaciones.
En medio del cambio, los riesgos del eterno retorno de lo mismo—. Pero ¿qué sucede si todo cambia, si todo pasa y nada permanece? Si nada es fijo o estable, si todo pasa y nada queda, deja de haber referencias, nortes, principios, fundamentos, verdades, puntos absolutos y objetivos que valgan para todos y que permitan una orientación. En este torbellino interminable de momentos y acontecimientos el sujeto, la persona humana termina disolviéndose y siendo engullido por ese tornado azaroso y fortuito de instantes y eventos. En esta inconsistente realidad, el sujeto humano tampoco permanece, tampoco queda y se vuelve un prisionero del devenir, un reo de lo que aquel profeta de la postmodernidad llamó el “eterno retorno de lo mismo”, sumergido en una realidad inapresable y orillado irremediablemente al tedio y al fastidio que emergen de la era del vacío y del sinsentido. Max Weber, recogiendo una expresión de George Simmel, denominó a estos rehenes de la era del vacío los “últimos hombres”, “especialistas sin espíritu, hedonistas sin corazón”. No es de extrañar, por lo demás, que en esta realidad sin substancia ni consistencia, termine dándose lo que los analistas de la cultura han llamado en unas ocasiones el “eclipse de Dios” o, en otras, llanamente la “muerte de Dios”. Así, en medio de este mundo sin verdades ni dioses, desterrados de cualquier centro o incluso de cualquier sitio particularmente interesante, igualados al sin fin de cosas que acontecen sin ton ni son en el torrente del mundo, “hartos de todo, llenos de nada”, como reza uno de nuestro himnos, los habitantes de la nueva “jaula de hierro” terminan buscando asirse desesperadamente a cualquier cosa que se les presente a la mano en un intento de hallar un sentido, una razón, un porqué al menos aparente, teniendo lugar lo que Hugo Hiriart escribe en su fascinante Galaor: “Si tan sólo te ocurren cosas, si los hechos te recubren, te bañan como el agua del río, entonces, nada tiene sentido; entonces tienes que pensar e inventar para que todo simule tener sentido”.

Actividad: en equipos plantee y responda las siguientes preguntas:
Pregunta 1
Dirigiendo una mirada al entorno en el que vives, ¿cuáles han sido los cambios más drásticos o los que más profundamente han afectado tu vida en los últimos años?
Pregunta 2
Haciendo una comparación muy general entre nuestro mundo presente y el mundo como era hace unos treinta o cuarenta años, ¿cuáles crees que sean los aspectos en los que puede verse con claridad que las personas han cambiado?
Pregunta 3
Desde tu experiencia personal, ¿cuáles crees que sean las principales consecuencias que el cambio de época ha traído para la manera como las personas ven y valoran el mundo y la vida?


Segundo momento: La misericordia en un mundo cambiante
La misericordia como principio—. Ante la desolación de un mundo sin sentido ni consistencia, en el siglo pasado algunos pensadores intentaron rescatar algo del poco valor que quedaba en el mundo y en el ser humano. Así, por ejemplo, apareció el Principio esperanza, del gran filósofo neomarxista Ernst Bloch, quien partiendo de eso que el ser humano tiene ante sí, de lo que se halla en espera, en el temor a perderse o en la esperanza de lograrse, de esos sueños que las personas sueñan cuando están despiertas, este filósofo delinea la posibilidad de un mundo más humano para todos los seres humanos. Bastante tiempo después, otro filósofo también de origen judío, pero en las antípodas respecto de la orientación ideológica de Bloch, Hans Jonas, escribe el Principio responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Esta obra incluye el deber moral de proteger la naturaleza en razón de la constatación del gran poder de transformación de la tecno-ciencia, por la cual el ser humano irresponsablemente ha llegado a poner en peligro a planeta en tanto un mundo habitable por él, y, en consecuencia, se ha puesto en peligro a sí mismo. Como puede observarse, el giro está puesto en la responsabilidad, que es la carga de la libertad, que obliga al hombre a actuar con cautela y humildad de cara a un futuro real previsible.
Pero vayamos a otra obra que, para nuestro tema, nos puede interesar más, una obra esta vez no filosófica sino teológica: el Principio misericordia, del gran teólogo vasco Jon Sobrino. Esta obra redescubre que la reacción fundamental ante este mundo de víctimas es el ejercicio consecuente de la misericordia, pero no entendida como el conjunto de “obras de misericordia”, sino como estructura fundamental de la reacción ante las víctimas de este mundo. Esta estructura consiste en que el sufrimiento ajeno se interioriza en uno, y ese sufrimiento interiorizado mueve a una re-acción (acción, por lo tanto) sin más motivos para ello que el mero hecho del herido en el camino. Como nos lo muestra la revelación, “la misericordia es la reacción correcta ante el mundo sufriente, y que es reacción necesaria y última; que sin aceptar esto no puede haber ni comprensión de Dios ni de Jesucristo ni de la verdad del ser humano, ni puede haber realización de la voluntad de Dios ni de la esencia humana. Aunque la misericordia no sea lo único, es absolutamente necesaria en la revelación (y en último término, véase Mt 25, absolutamente suficiente)” (El principio misericordia, p. 67).
Sobrino insiste en que la misericordia no debe ser sólo una actitud que está (o no está) en el inicio de todo proceso humano, sino que es un principio que configura todo el proceso posterior. “Por «principio-misericordia» entendemos aquí un específico amor que está en el origen de un proceso, pero que además permanece presente y activo a lo largo de él, le otorga una determinada dirección y configura los diversos elementos dentro del proceso. Ese «principio-misericordia» —creemos— es el principio fundamental de la actuación de Dios y de Jesús, y debe serlo de la Iglesia” (El principio misericordia, p. 32). La obra del teólogo se vuelve crítica de una humanidad sin misericordia, que alaba las obras de misericordia pero que ella misma no puede guiarse por el principio misericordia.
La misericordia como actitud fundamental y como forma de ser y de actuar—. La misericordia es más que un gesto o un sentimiento; ella “informa todas las dimensiones del ser humano: la del conocimiento, la de la esperanza, la de la celebración y, por supuesto, la de la praxis. Cada una de ellas tiene su propia autonomía, pero todas ellas pueden y deben ser configuradas y guiadas por uno u otro principio fundamental. En Jesús —como en su Dios—, pensamos que ese principio es el de la misericordia” (El principio misericordia, p. 38).
Esto se puede aplicar también a la Iglesia: “Este «principio-misericordia» es el que debe actuar en la Iglesia de Jesús; y el pathos de la misericordia es lo que debe informarla y configurarla. Esto quiere decir que también la Iglesia, en cuanto Iglesia, debe releer la parábola del buen samaritano con la misma expectativa, con el mismo temor y temblor con que la escucharon los oyentes de Jesús: qué es lo fundamental; en qué se juega todo. Muchas otras cosas deberá ser y hacer la Iglesia; pero, si no está transida —por cristiana y por humana— de la misericordia de la parábola, si no es, antes que nada, buena samaritana, todas las demás cosas serán irrelevantes y podrán ser incluso peligrosas si se hacen pasar por su principio fundamental” (El principio misericordia, pp. 38s).
Hablar de la misericordia en un mundo cambiante—. A pesar de los matices catastrofistas que frecuentemente ensombrecen los actuales escenarios mundiales, hay que reconocer que no todo está perdido: aun en este mundo dañado por la inclemencia, la avaricia, el egoísmo, la indiferencia y la inhumanidad, hay un resto que se mantiene sensible a ciertas causas o valores que ennoblecen al ser humano y al mundo en el que habita.
1) Vivimos en un mundo sensible, por ejemplo, a las grandes causas y luchas en favor de la justicia. “La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia la misericordia” (Misericordiae vultus, 21). “No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (Misericordiae vultus, 20).
2) Asimismo vivimos en un mundo sensible e interesado por lo concreto, por lo singular, lo irrepetible y lo insustituible. Incluso ante el riesgo de no advertir el bosque por estar tan interesado en el árbol, nuestro mundo busca lo concreto, lo palpable, lo tangible, lo manifiesto a los ojos de todos. “Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón” (Misericordiae vultus, 6). Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión” (Misericordiae vultus, 8).
3) Vivimos también en un mundo sediento de trascendencia, de anchura y profundidad, de omniabarcancia, de permanencia y de eternidad. “Repetir continuamente «Eterna es su misericordia», como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre” (Misericordiae vultus, 7). Nuestro mundo busca liberarse de los límites y de las fronteras, anhela no estar circunscrito a demarcaciones o confines, desea ir más allá de cualquier límite, incluso más allá de los límites propios de la Iglesia, y “la misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia” (Misericordiae vultus, 23). Nuestro mundo busca descubrir la trascendencia en todo, incluso en la inmanencia, en el mismo mundo y en lo humano que se abre paso en medio de él. La misericordia revela aquello de divino que late en el fondo de lo humano, la misericordia transforma la historia humana en historia de salvación; la misericordia vuelve a ese torbellino azaroso de instantes y acontecimientos fugaces y cambiantes una historia en la que los seres humanos son liberados y pueden dirigirse hacia su plenitud.
4) Nuestro mundo, al hallarse en la era de la información y de las comunicaciones, valora mucho la comunicación, pero no sólo la fría comunicación efectiva e informativa sino también la cálida comunicación afectiva, cargada de sentimientos y emociones, que busca comprender y compadecer. La misericordia se pronuncia en el lenguaje del amor, en la lingua amoris, se escribe con el alfabeto del perdón, se entiende en la inteligencia del amor, en el intellectus amoris, en la sabiduría del corazón, en la sapientia cordis, en ese corazón que, según Blaise Pascal, tiene razones que la misma razón no entiende. “Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre” (Misericordiae vultus, 12).
5) Nuestro mundo, al ser un mundo en constante movimiento, es un mundo sensible al cambio y al dinamismo. La misericordia no es estatismo ni quietud ni pasividad. La misericordia no busca dejar las cosas como están ni conservar inmóviles o intactas las cosas o las situaciones. La misericordia no detiene el movimiento del mundo ni congela los cambios de la historia; en realidad ella tiene el poder de motivarlos, de darle un nuevo impulso y orientación hacia la plenitud de los tiempos; la misericordia es el motor de la historia en la que los seres humanos trazan sus sendas; la misericordia es el combustible, el energético, alimento que nos prepara “para una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el próximo futuro” (Misericordiae vultus, 5).
6) Nuestro mundo, lastimado por el odio y el rencor, se muestra ávido y sediento de consuelo y perdón. “En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. (…) En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón” (Misericordiae vultus, 9). “Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir” (Misericordiae vultus, 9).

Actividad: a la luz de lo anterior, comente los siguientes dos pasajes de la bula de convocación del jubileo extraordinario de la misericordia Misericordiae vultus, del papa Francisco:
Pasaje 1
Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente la justicia ha hecho olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza” (núm. 10).
Pasaje 2
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia. (…) Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo.” (núm. 21).


sábado, 5 de marzo de 2016

María Misionera causa nostrae laetitia.

María en la Historia de la Salvación.

Es indiscutible la importancia de María, la Madre del Señor, en la acción evangelizadora de la Iglesia. En el Mensaje DOMUND de este año, el Santo Padre nos pide, además de apreciarla como modelo del cristiano por su disponibilidad y humildad, recordar que ella es “causa de nuestra alegría”,  como lo decimos en las letanías de cada rosario.

El acontecimiento clave de la salvación dada a los hombres es el misterio de la Encarnación. Dios se hace hombre y comparte con la humanidad las fatigas y las alegrías, para mostrarnos como vivir plenamente en el amor. María fue elegida por Dios para participar en este misterio de Salvación, y ella acepta y asume plenamente lo que Dios le pide.

La comunidad eclesial ha considerado desde el principio que María ocupa un lugar excepcional en la Historia de la Salvación y que, siendo ella misma miembro de la Iglesia es a la vez modelo e intercesora de todos los demás en la comunidad eclesial. Por eso, al hablar acerca de la labor evangelizadora de la Iglesia, no se puede dejar de lado a la Virgen María y su cercanía con la misión.

             Sin embargo, -de modo curiosamente parecido a lo que pasa con Jesús- muchas veces se cubre la imagen de María de Nazaret con “velos” que la hacen parecer un ser desligado de la realidad cotidiana, una figura tan excepcional que, si bien merece devoción y respeto, puede aparecer distanciada de una mujer que en realidad fue. Algunas imágenes dadas a la veneración de los fieles, si bien resaltan la figura de María como “Reina del cielo”, “vencedora de la serpiente” o “siempre Virgen” pueden llegar a ocultar la figura sencilla, pequeña, de una joven de un pequeño pueblo, que llena de fe, esperanza y amor, sabe aceptar y asumir con humildad la responsabilidad de participar en el proyecto salvador de Dios.

Los Evangelios nos presentan a María como Madre de Jesús, es decir, siempre en relación a él, pero no cualquier relación, sino desde dos perspectivas: como madre y como discípula. Dos elementos que no se pueden desligar sin caer en excesos respecto a la figura de María.

·         Así, para Lucas es una joven de una ciudad de Galilea llamada Nazaret, es llamada “llena de gracia” (Lc 1, 27-28), ella representa a todo Israel en el himno “Magnificat” (Lc 1, 46-55), es quien conserva todos los recuerdos y los medita en su corazón (Lc 2, 19.51), busca a Jesús y lo confronta (Lc 2, 48), ella es dichosa porque escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica (Lc 8, 21), y finalmente ella acompaña a los Apóstoles en Pentecostés (Hech 2, 14).
·         En el Evangelio de Juan, aparece como la intercesora en las Bodas de Caná quien dice: “hagan lo que él les diga” (Jn 2, 1-11), ella acompaña a Jesús en la Cruz junto con el discípulo que Jesús amaba (Jn 19, 25-27)
·         Mateo la presenta como esposa de José y madre virgen de Jesús (Mt 1, 16-25), recibe a los Magos de oriente (Mt 2, 10-12), con José y el niño Jesús se refugian en Egipto (Mt 2, 13 -15), vive sencillamente en Nazareth (Mt 2, 19-23), ella cumple la voluntad del Padre (Mt 12, 50), además aclara que su origen sencillo llega a ser causa de contradicción para algunos oyentes de Jesús (Mt 13, 53-58).

En la Tradición de la Iglesia se aprecia una evolución de lo que se afirma de María hasta llegar a las nociones que ahora son aceptadas como católicas: “el paralelo entre Eva y María, frecuente a partir del siglo II. El mismo siglo II aporta ya la analogía entre María y la Iglesia. También en el siglo II la virginidad de María se aplica por primera vez al parto, y en el siglo III, a toda la vida de María. A comienzos del siglo IV empieza a emplearse la expresión «madre de Dios», y, finalmente, en los siglos IV y V, se va abriendo camino la idea de su exención del pecado. Con ello, hacia la mitad del siglo V, están ya perfilados los rasgos básicos de la mariología. Las doctrinas posteriores —su preservación del pecado original, su glorificación corporal y su participación en la obra redentora— serán una consecuencia y una explanación de aquellos datos básicos”.[1]
           
            Es substancialmente notorio que lo que se puede decir de María no aparece como algo accesorio para los primeros cristianos sino más bien fundamental, el mismo Ignacio de Antioquia decía que la virginidad de María, su parto y la muerte de Cristo son “mystería grauges”[2], misterios que hay que anunciar a gritos.

También se ha visto en la figura de María un paralelo con Eva, la primera mujer; así Justino en su Dialogo con Trifón dice: «Como virgen e intacta, Eva concibió la palabra de la serpiente y dio a luz desobediencia y muerte. Pero la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel le anunció la buena nueva... y respondió: Hágase en mí según tu palabra»[3]. Este paralelo presenta a María como un modelo de la humanidad, si Eva es la humanidad que se puede corromper, María es la humanidad que acepta la Palabra y por ello concibe fe y alegría.

En otros Padres como Ireneo de Lyon más bien se compara a María con la Iglesia, “Partiendo de que «el nacimiento nuevo e inesperado de Cristo ex virgine» es el fundamento y el núcleo de nuestro propio renacer, llega a la convicción de que la fe y el bautismo, la Iglesia, que operan este renacer de nuevo, tienen una exacta y profunda correspondencia con la virgen María”[4]. La maternidad de María y la maternidad de la Iglesia aparecen en perfecta relación, María da a luz a Cristo y la Iglesia a “otros cristos”.

         Los títulos de María tienen su origen en las comunidades cristianas que no podían relegar a quien obviamente tiene un lugar preponderante en la Historia de la Salvación, y posteriormente fueron acuñados como títulos mariológicos. Así, “siempre virgen” (aeiparténos) aparece con Pedro de Alejandría en el s. IV; “Madre de Dios” (teotokos) es puesto a comienzos del s. IV en la oración “Bajo tu amparo” en un papiro egipcio y definido en el Concilio de Éfeso[5].

        Como podemos observar después de un repaso muy general, y omitiendo por razones de espacio, las múltiples formas de devoción, reflexión y espiritualidad sobre la figura de María, se puede vislumbrar la evolución y el perfeccionamiento de la visión cristiana católica acerca de la Virgen María, llena de simbolismos, matices y con una profundidad en la que vale la pena sumergirse.


El Evangelio se revela a los pobres y humildes

            El Antiguo Testamento centra gran parte de sus nociones acerca de Dios, del hombre y de la relación entre ellos, en figuras, en ocasiones abstractas, pero las más de las veces en formas muy concretas. Un ejemplo de esto es la figura del “pobre” que aparece con bastante frecuencia tanto en la narrativa de la liberación de Israel en Egipto, como en primera persona en los salmos de súplica a Dios, entre otros muchos pasajes. 

            En el Himno del Magnificat que aparece en el Evangelio de Lucas (Lc 1, 46-55) se resumen las esperanzas de Israel y de todos los fieles que elevan sus oraciones al Señor, con la particularidad que en este canto ya no aparece en forma de súplica sino de afirmación, agradecimiento y contemplación ante la grandeza, bondad y generosidad del Dios de Israel.

            Un teólogo contemporáneo ha dicho del Magnificat “Es una oración única que sólo pudo decirse una vez y para siempre, en el centro de la Historia; pero, al mismo tiempo, es oración permanente y universal que nos abre a la experiencia de transformación mesiánica del mundo. Sin ninguna vacilación, en nombre propio, como portadora de la voz israelita y representante de la humanidad, María ofrece en su Magnificat el más hermoso canto al Dios cristiano”[6]. El Magníficat es muy interesante tanto desde una perspectiva literaria como en cuanto su contenido teológico-antropológico. María habla de Dios, y también habla de su propia persona.

            María hace dos afirmaciones sobre sí misma; primera: “Él ha mirado la pequeñez de su sierva; grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso”; y segunda: “He aquí que desde ahora me felicitarán todas las generaciones”. En la primera afirmación se establece un equilibrio entre la pequeñez que María reconoce en su humanidad y las grandes cosas que puede hacer Dios por pura generosidad; en la segunda, más allá de una frase en la que María se envanezca, es más un reconocimiento de la gracia especial que María recibe y por la que tiene un lugar propio en la Historia de la Salvación.

            Un elemento importante es la mirada de Dios, “Él ha mirado la pequeñez…” Que hace un eco amplificado de la mirada de Dios sobre la creación “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1, 31), pero también la mirada sobre el mal que oprime a los pequeños (Ex 3, 7) “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto…” Dios mira y se complace en su creatura, en una alegría que no se agota en ella sino que “se extiende de generación en generación”.

            Además, está la alegría de María al contemplar la acción salvadora de Dios “se alegra mi espíritu en Dios, mis Salvador”. ¿De qué forma Dios alegra el espíritu del hombre?
·         En primer lugar porque Dios es Kyrios-Señor (1, 46). Dios de Israel y Creador del universo, es él quien dirige la Historia y la Vida, ama y se acerca a la humanidad, es fiel a sus promesas y se excede en bondad con los hombres. 
·         Dios es también Soter-Salvador (1, 47). Ama a todos los hombres, pero se dirige especialmente a los pobres, a los pequeños, a los que no tienen quien vele por ellos. La Salvación es para todos pero solo llega cuando la justicia se convierte en realidad en las relaciones humanas.
·         Dios es Dynatos-Poderoso (1, 49). Muestra el verdadero poder, a diferencia de los “poderosos” que lo son en cuanto pueden más que los demás, Dios muestra su poder invirtiendo lo que parece imposible eleva al oprimido y al hambriento y despoja al soberbio.
·         Dios es Hagios-Santo (1, 49). La santidad de Dios no es un elemento que lo aísle o separe del mundo, más bien se manifiesta cuando se logra la unidad en los seres humanos. “Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé, cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de ellos. Os tomaré de entre las naciones os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo” (Ez 36, 23-24); lo que culmina en la oración comunitaria por excelencia, la oración que Jesús nos enseña “Vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre” (Mt 6, 9)[7].

            Estos 4 “títulos” dichos por María respecto de Dios expresan la respuesta a la esperanza de una humanidad sedienta de sentido y de bondad. Muestran lo que Jesús y su Evangelio revelan con mayor profundidad, que Dios ama a la humanidad y le ofrece un proyecto de vida como un solo pueblo. Al mismo tiempo, indican lo que el Papa Francisco ha remarcado insistentemente, que el encuentro con el Dios de Jesús suscita una profunda alegría “De este encuentro con Jesús, la Virgen María ha tenido una experiencia singular y se ha convertido en “causa nostrae laetitiae”. Y los discípulos a su vez han recibido la llamada a estar con Jesús y a ser enviados por Él para predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y así se ven colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este torrente de alegría?”[8].

            Finalmente en el Magnificat se remarca en el acontecimiento de la maternidad de María, como la aceptación del «siervo Israel» y el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham. De esta forma, se ubica la actitud de María frente a su propia elección, ella se habla, al mismo tiempo, en nombre de Israel, de la Iglesia y de la humanidad.


María, madre de la evangelización

            Mucho se ha dicho en las comunidades eclesiales que María tiene una especial relación con la Misión. “Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización” (EG, 284).

            El Santo Padre nos dice que la base para considerar a María como un referente obligado en la Evangelización, es el sentido especialmente comunitario de la Madre de Jesús, es decir, que “Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María” (EG, 284). Es por eso que, más que comentar lo que el Santo Padre ha dicho de María y su relación con la Evangelización parece mucho más provechoso darle relieve a su visión mariana de la Misión.

·         «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras.. son… una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). (EG, 285)

·         Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. (EG, 285)

·         Ella, que lo engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo. (EG, 285)

·         María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. (EG, 286)

·         Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. (EG, 286)

·         Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. (EG, 286)

·         Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. (EG, 286)

·         Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe. (EG, 287)

·         Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. (EG, 287)

·         En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía. (EG, 287)

·         Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. (EG, 288)

·         Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. (EG, 288)

·         Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). (EG, 288)


Preguntas.

1.      Al igual que pasa con la imagen de Dios y la de Jesús, la forma de percibir a María por parte de los agentes de la evangelización tiene una notable influencia en la forma de evangelizar. ¿Qué imagen de María parece predominar tu comunidad eclesial? ¿De qué manera ha influido para la transmisión del Evangelio?

2.      El canto del Magnificat nos muestra el relieve que se da en el Mensaje de Salvación a los pobres y los humildes. ¿Nuestros procesos evangelizadores tienen clara esta prioridad? ¿Qué otros aspectos pueden recibir mayor atención de nuestra parte?

3.      El Santo Padre Francisco ha puesto a María como “nuestra Señora de la prontitud” en el sentido de “salir” a favor de los demás sin demora. ¿Cómo hemos trabajado el aspecto misionero Ad gentes en nuestra comunidad? ¿Cuánto se ha avanzado?






[1] Müller, Alois; Misterium Salutis, p.  871
[2] Ignacio, Ef 19,1
[3] Justino, Diálogo con Trifón, cap. 100: PG 6, 709-712
[4] Müller, Alois; Misterium Salutis, p. 874
[5] Papiro n. 470, John Rylands Library, Manchester. Cf. O. Stegmüller, Sub tuum praesidium. Bemerkungen zur altesten Überlieferung: ZKTh 74 (1952) 76-82; J. Cecchetti, Sub tuum praesidium: ECatt XI (Ciudad del Vaticano 1953) 1468-1472 (reproducción y cotejo del texto). Cf. DACL I (París 1924) 2296s.
[6] Pikaza, Xabier; Dios judío, Dios cristiano, p. 338
[7] Cfr. Pikaza, Xabier; Dios judío, Dios cristiano, p. 342.
[8] Mensaje DOMUND 2014

¡Que no nos roben la alegría de evangelizar!

Objetivo
Renovar el gozo y la alegría del encuentro con Cristo, para que desde un renovado entusiasmo por la Buena Noticia replanteemos las palabras, los gestos y las actitudes con las que anunciamos este evangelio al mundo.

1.      Ubiquemos (ver)
Es relativamente común encontrarnos en situaciones en las que misioneros, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos comprometidos, etc. se enfrentan al desánimo e incluso a la desesperación, ante la dificultad de evangelizar en las circunstancias actuales. Las personas ya no se dejan arrastrar tan fácilmente por creencias populares o arraigadas en la cultura de sus padres o pueblos. Pareciera que presentar el evangelio es una tarea imposible o por lo menos plagada de dificultades que la transforman en una lucha titánica que rema contra la corriente y por lo mismo obtiene frutos pequeños o insignificantes.

En otras ocasiones la actividad evangelizadora pareciera enfocarse en puntos tan precisos que, ante la pluralidad de culturas, formas de pensar, en general, ante las diferentes realidades de nuestro presente, muchos quedan excluidos como destinatarios de la Buena Noticia de Jesús. Solo basta pensar en los nativos digitales (las generaciones que nacen y se sienten en casa en el mundo digital), en el mundo de los negocios, en la política, militares, académicos, etc. para darnos cuenta que los muchos esfuerzos por llevar el evangelio “a todas las gentes” pudiera parecer imposible. Aquí la nueva y grande dificultad es la aparición de nuevos lenguajes para los que muchas veces el lenguaje de Iglesia es extraño, anacrónico e incluso incomprensible.

A todo esto sumemos que a pesar que todos los bautizados estamos llamados a ser misioneros del evangelio de Jesús, la realidad es que la tarea evangelizadora aún está relegada a unos cuantos, los cuales carecen muchas veces de los recursos, la capacidad, la motivación o incluso la voluntad para hacer presente a Cristo en medio del mundo.

Hace tiempo nos recordaba el Papa Pablo VI que “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (EN 41). Sin embargo, pareciera que aún los testimonios son poco confiables, muchas creencias, ideologías e incluso grupos fanáticos aportan gustosamente testigos que defienden su causa, con palabras y acciones comprometidas y coherentes.

Otro grave problema en la tarea del evangelizador que realmente se preocupa por llevar la Buena Nueva a los demás es la fragmentación de las actividades y esfuerzos eclesiales, pareciera que muchos movimientos, grupos e incluso diócesis y parroquias, trabajan de forma aislada, como si se siguieran diferentes evangelios o diferentes mandatos de Jesús, o si las prioridades en el anuncio dependieran de la espiritualidad o forma de vivir el evangelio de los distintos sectores eclesiales. En un discurso reciente Mons. Rino Fisichella nos decía “uno de los graves problemas que tenemos en esta coyuntura es originado por la fragmentariedad.  Tenemos miles de experiencias positivas pero no un proyecto compartido que les dé continuidad. Sin continuidad, estaremos cambiando continuamente nuestros esquemas pero ellos jamás tendrán la eficacia que deseamos. El fragmento está marcado por la esterilidad, el proyecto unitario por la fecundidad. Tal vez la conversión pastoral de la cual tanto hablamos debería encontrar en este compartir su punto de partida”.

Finalmente, hablando de lo que hacemos mejor como el kerigma o la catequesis nos encontramos con que en ocasiones la formación que brindamos es esquemática, comprensible, clara y entendible pero por razones aún por analizar y corregir, llega a separar los contenidos de la vida (el Papa Benedicto XVI lo llamó en una ocasión esquizofrenia de los cristianos), de tal forma que la formación no es integral, nos lleva a formar maestros expertos en contenidos, pero no a discípulos responsables y libres. 

¿Quién es responsable de este vacío y desánimo en la tarea evangelizadora? Nos podemos encontrar con diferentes respuestas dependiendo a quién preguntemos: se escuchan voces –especialmente en la jerarquía- que acusan a los padres de familia actuales: débiles y timoratos que no transmiten adecuadamente la fe a sus hijos; a laicos señalando la poca responsabilidad de consagrados y ordenados dedicados a muchas tareas distintas al anuncio del evangelio; otros a los medios de comunicación, al hedonismo de nuestra sociedad, al capitalismo de las multinacionales, al diablo…

2.      Pensemos (juzgar)

El Santo Padre Francisco nos ha invitado, casi desde el inicio de su pontificado a transformar la Iglesia desde el interior de cada uno de nosotros, no podemos hablar de Buena Noticia si las actitudes del discípulo misionero actual no corresponden a las de alguien que se ha encontrado cara a cara con el Señor Jesús. Un encuentro verdadero con el resucitado nos previene de la amargura a la que nos puede llevar estas percepciones o constataciones.

El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (EG, 2).

Alejarse del Señor nos puede llevar a perder la alegría y entra en su lugar el pecado, la tristeza, el vacío interior y el aislamiento. La tristeza individualista de la que nos previene el Papa tiene un origen: La comodidad es una de las principales causas para que una persona se instale en un bienestar egoísta, una persona que sólo se esfuerza para satisfacer los intereses propios. Además, está la avaricia, que implica un movimiento acaparador que contradice no sólo al Evangelio, sino al mismo espíritu humano que aspira a la grandeza y la generosidad. Cuando ambas, comodidad y avaricia, convergen en el corazón de una persona, la llevan a una soledad por partida doble: ésta ya no quiere estar con los demás y viceversa.

Los placeres superficiales generalmente son asociados con los pecados de los sentidos. Sin prescindir de éstos, es importante resaltar también todo tipo de superficialidad, especialmente la que aparenta profundidad. Algo que el Papa condena particularmente es la “mundanidad espiritual”, mal no exclusivo pero sí notorio en los cristianos: “[…] la mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (EG, 93).

Como ya menciona el Santo Padre, es cada vez mayor la contradicción entre la oferta de consumo —de la que se esperaría por lo menos un mínimo encuentro de tipo mercantil— y la despersonalización de las relaciones humanas; la tecnología, creada para mejorar la vida de los hombres, lleva muchas veces al aislamiento casi total, llegando a extremos en los que los usuarios pierden el contacto con los más cercanos; en el ámbito religioso parece haber también una conciencia que, buscando afirmar su autonomía, se desliga de compromisos comunitarios y pretende una espiritualidad y praxis religiosa individual y aislada.

Todo lo anterior nos lleva a hacernos preguntas válidas, y el papa nos responde desde la Evangelii Gaudium con realismo y esperanza:

¿Es indispensable conservar lo que tenemos sin arriesgar nada? ¿Se puede tener miedo a equivocarse, a ser una Iglesia lastimada por el error?
Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad” (EG, 27).

¿Podemos justificar lo que hemos hecho y seguimos haciendo basados en los 2000 años de éxito de nuestra fe? ¿Podemos esperar confiadamente en que el Señor no abandona a su Iglesia y por lo mismo encontrará la forma de volver a ponerla en el centro de la vida del hombre actual?
La pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así». Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía” (EG, 33).

¿Podemos seguir hablando como lo hemos hecho hasta ahora? ¿Podemos seguir erigiéndonos en maestros de vida?
Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante” (EG, 35).

3.      Realicemos (actuar)

¿Cómo involucrar de nuevo a nuestros hermanos en el deseo de volver a Cristo para luego llevarlo a los demás?

¿Qué lenguaje o lenguajes nos sirve para rehacer la comunicación con el hombre de hoy?

¿Basta con quitar la cara de funeral? ¿Cómo podemos reflejar de nuevo la alegría del encuentro con el Señor y la alegría de evangelizar?


4.      Festejemos (celebrar)

Leer Lc 15, 11-24

En un momento de reflexión, recordemos las formas, los gestos, las palabras, las actitudes con las que hemos trabajado en la evangelización, no solo de los lejanos o “destinatarios” de la misión, sino de nuestros hermanos más cercanos.

Recordemos las palabras del Santo Padre Francisco:
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!” (EG, 3)

5.      Comprometámonos (asimilar)

¿Permitimos que nos roben la alegría de evangelizar?
¿Qué o quiénes?

¿Cómo recuperar esta alegría?