Es indiscutible la importancia de María, la Madre del Señor, en la
acción evangelizadora de la Iglesia. En el Mensaje DOMUND de este año, el Santo
Padre nos pide, además de apreciarla como modelo del cristiano por su
disponibilidad y humildad, recordar que ella es “causa de nuestra
alegría”, como lo decimos en las
letanías de cada rosario.
El acontecimiento clave de la salvación dada
a los hombres es el misterio de la Encarnación. Dios se hace hombre y comparte
con la humanidad las fatigas y las alegrías, para mostrarnos como vivir
plenamente en el amor. María fue elegida por Dios para participar en este
misterio de Salvación, y ella acepta y asume plenamente lo que Dios le pide.
La comunidad eclesial ha considerado desde el
principio que María ocupa un lugar excepcional en la Historia de la Salvación y
que, siendo ella misma miembro de la Iglesia es a la vez modelo e intercesora
de todos los demás en la comunidad eclesial. Por eso, al hablar acerca de la
labor evangelizadora de la Iglesia, no se puede dejar de lado a la Virgen María
y su cercanía con la misión.
Sin embargo, -de modo curiosamente parecido a
lo que pasa con Jesús- muchas veces se cubre la imagen de María de Nazaret con
“velos” que la hacen parecer un ser desligado de la realidad cotidiana, una
figura tan excepcional que, si bien merece devoción y respeto, puede aparecer
distanciada de una mujer que en realidad fue. Algunas imágenes dadas a la
veneración de los fieles, si bien resaltan la figura de María como “Reina del
cielo”, “vencedora de la serpiente” o “siempre Virgen” pueden llegar a ocultar
la figura sencilla, pequeña, de una joven de un pequeño pueblo, que llena de
fe, esperanza y amor, sabe aceptar y asumir con humildad la responsabilidad de
participar en el proyecto salvador de Dios.
Los Evangelios nos presentan a María como
Madre de Jesús, es decir, siempre en relación a él, pero no cualquier relación,
sino desde dos perspectivas: como madre y como discípula. Dos elementos que no
se pueden desligar sin caer en excesos respecto a la figura de María.
·
Así, para
Lucas es una joven de una ciudad de Galilea llamada Nazaret, es llamada “llena
de gracia” (Lc 1, 27-28), ella representa a todo Israel en el himno “Magnificat”
(Lc 1, 46-55), es quien conserva todos los recuerdos y los medita en su
corazón (Lc 2, 19.51), busca a Jesús y lo confronta (Lc 2, 48), ella
es dichosa porque escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica (Lc
8, 21), y finalmente ella acompaña a los Apóstoles en Pentecostés (Hech
2, 14).
·
En el
Evangelio de Juan, aparece como la intercesora en las Bodas de Caná quien dice:
“hagan lo que él les diga” (Jn 2, 1-11), ella acompaña a Jesús en
la Cruz junto con el discípulo que Jesús amaba (Jn 19, 25-27)
·
Mateo la
presenta como esposa de José y madre virgen de Jesús (Mt 1, 16-25),
recibe a los Magos de oriente (Mt 2, 10-12), con José y el niño Jesús se
refugian en Egipto (Mt 2, 13 -15), vive sencillamente en Nazareth (Mt
2, 19-23), ella cumple la voluntad del Padre (Mt 12, 50), además aclara
que su origen sencillo llega a ser causa de contradicción para algunos oyentes
de Jesús (Mt 13, 53-58).
En la Tradición de la Iglesia se aprecia una
evolución de lo que se afirma de María hasta llegar a las nociones que ahora
son aceptadas como católicas: “el paralelo entre Eva y María, frecuente a
partir del siglo II. El mismo siglo II aporta ya la analogía entre María y la
Iglesia. También en el siglo II la virginidad de María se aplica por primera
vez al parto, y en el siglo III, a toda la vida de María. A comienzos del siglo
IV empieza a emplearse la expresión «madre de Dios», y, finalmente, en los
siglos IV y V, se va abriendo camino la idea de su exención del pecado. Con
ello, hacia la mitad del siglo V, están ya perfilados los rasgos básicos de la
mariología. Las doctrinas posteriores —su preservación del pecado original, su
glorificación corporal y su participación en la obra redentora— serán una consecuencia
y una explanación de aquellos datos básicos”.[1]
Es substancialmente
notorio que lo que se puede decir de María no aparece como algo accesorio para
los primeros cristianos sino más bien fundamental, el mismo Ignacio de
Antioquia decía que la virginidad de María, su parto y la muerte de Cristo son
“mystería grauges”[2],
misterios que hay que anunciar a gritos.
También se ha visto en la figura de María un
paralelo con Eva, la primera mujer; así Justino en su Dialogo con Trifón dice:
«Como virgen e intacta, Eva concibió la palabra de la serpiente y dio a luz
desobediencia y muerte. Pero la virgen María concibió fe y alegría cuando el
ángel le anunció la buena nueva... y respondió: Hágase en mí según tu palabra»[3].
Este paralelo presenta a María como un modelo de la humanidad, si Eva es la
humanidad que se puede corromper, María es la humanidad que acepta la Palabra y
por ello concibe fe y alegría.
En otros Padres como Ireneo de Lyon más bien
se compara a María con la Iglesia, “Partiendo de que «el nacimiento nuevo e
inesperado de Cristo ex virgine» es el fundamento y el núcleo de nuestro propio
renacer, llega a la convicción de que la fe y el bautismo, la Iglesia, que
operan este renacer de nuevo, tienen una exacta y profunda correspondencia con
la virgen María”[4].
La maternidad de María y la maternidad de la Iglesia aparecen en
perfecta relación, María da a luz a Cristo y la Iglesia a “otros cristos”.
Los títulos de María tienen
su origen en las comunidades cristianas que no podían relegar a quien
obviamente tiene un lugar preponderante en la Historia de la Salvación, y
posteriormente fueron acuñados como títulos mariológicos. Así, “siempre virgen”
(aeiparténos) aparece con Pedro de Alejandría en el s. IV; “Madre de Dios” (teotokos)
es puesto a comienzos del s. IV en la oración “Bajo tu amparo” en un papiro
egipcio y definido en el Concilio de Éfeso[5].
Como podemos observar después de un repaso muy general, y omitiendo por razones de espacio, las múltiples formas de devoción, reflexión y espiritualidad sobre la figura de María, se puede vislumbrar la evolución y el perfeccionamiento de la visión cristiana católica acerca de la Virgen María, llena de simbolismos, matices y con una profundidad en la que vale la pena sumergirse.
El Evangelio se revela a los pobres y humildes
El Antiguo Testamento centra gran
parte de sus nociones acerca de Dios, del hombre y de la relación entre ellos,
en figuras, en ocasiones abstractas, pero las más de las veces en formas muy
concretas. Un ejemplo de esto es la figura del “pobre” que aparece con bastante
frecuencia tanto en la narrativa de la liberación de Israel en Egipto, como en
primera persona en los salmos de súplica a Dios, entre otros muchos
pasajes.
En el Himno del Magnificat que aparece en el Evangelio de Lucas (Lc 1, 46-55) se resumen las esperanzas
de Israel y de todos los fieles que elevan sus oraciones al Señor, con la
particularidad que en este canto ya no aparece en forma de súplica sino de
afirmación, agradecimiento y contemplación ante la grandeza, bondad y
generosidad del Dios de Israel.
Un teólogo contemporáneo ha dicho
del Magnificat “Es una oración única que sólo pudo decirse una vez y para siempre, en
el centro de la Historia; pero, al mismo tiempo, es oración permanente y
universal que nos abre a la experiencia de transformación mesiánica del mundo.
Sin ninguna vacilación, en nombre propio, como portadora de la voz israelita y
representante de la humanidad, María ofrece en su Magnificat el más hermoso
canto al Dios cristiano”[6].
El Magníficat es muy
interesante tanto desde una perspectiva literaria como en cuanto su
contenido teológico-antropológico. María habla de Dios, y también habla de su
propia persona.
María hace dos afirmaciones sobre sí
misma; primera: “Él ha mirado la pequeñez
de su sierva; grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso”; y segunda: “He aquí que desde ahora me felicitarán todas
las generaciones”. En la primera afirmación se establece un equilibrio
entre la pequeñez que María reconoce en su humanidad y las grandes cosas que
puede hacer Dios por pura generosidad; en la segunda, más allá de una frase en
la que María se envanezca, es más un reconocimiento de la gracia especial que
María recibe y por la que tiene un lugar propio en la Historia de la Salvación.
Un elemento importante es la mirada
de Dios, “Él ha mirado la pequeñez…” Que
hace un eco amplificado de la mirada de Dios sobre la creación “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba
muy bien” (Gn 1, 31), pero también la mirada sobre el mal que oprime a los
pequeños (Ex 3, 7) “Bien vista tengo la
aflicción de mi pueblo en Egipto…” Dios mira y se complace en su creatura,
en una alegría que no se agota en ella sino que “se extiende de generación en generación”.
Además, está la alegría de María al
contemplar la acción salvadora de Dios “se
alegra mi espíritu en Dios, mis Salvador”. ¿De qué forma Dios alegra el
espíritu del hombre?
·
En
primer lugar porque Dios es Kyrios-Señor
(1, 46). Dios de Israel y Creador del universo, es él quien dirige la Historia
y la Vida, ama y se acerca a la humanidad, es fiel a sus promesas y se excede
en bondad con los hombres.
·
Dios
es también Soter-Salvador (1, 47).
Ama a todos los hombres, pero se dirige especialmente a los pobres, a los
pequeños, a los que no tienen quien vele por ellos. La Salvación es para todos
pero solo llega cuando la justicia se convierte en realidad en las relaciones
humanas.
·
Dios
es Dynatos-Poderoso (1, 49). Muestra
el verdadero poder, a diferencia de los “poderosos” que lo son en cuanto pueden
más que los demás, Dios muestra su poder invirtiendo lo que parece imposible
eleva al oprimido y al hambriento y despoja al soberbio.
·
Dios
es Hagios-Santo (1, 49). La santidad
de Dios no es un elemento que lo aísle o separe del mundo, más bien se
manifiesta cuando se logra la unidad en los seres humanos. “Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé,
cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de ellos.
Os tomaré de entre las naciones os recogeré de todos los países y os llevaré a
vuestro suelo” (Ez 36, 23-24); lo
que culmina en la oración comunitaria por excelencia, la oración que Jesús nos
enseña “Vosotros, pues, orad así: Padre
Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre” (Mt 6, 9)[7].
Estos 4 “títulos” dichos por María
respecto de Dios expresan la respuesta a la esperanza de una humanidad sedienta
de sentido y de bondad. Muestran lo que Jesús y su Evangelio revelan con mayor
profundidad, que Dios ama a la humanidad y le ofrece un proyecto de vida como
un solo pueblo. Al mismo tiempo, indican lo que el Papa Francisco ha remarcado
insistentemente, que el encuentro con el Dios de Jesús suscita una profunda
alegría “De este encuentro con Jesús, la
Virgen María ha tenido una experiencia singular y se ha convertido en “causa
nostrae laetitiae”. Y los discípulos a su vez han recibido la llamada a estar
con Jesús y a ser enviados por Él para predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y
así se ven colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este
torrente de alegría?”[8].
Finalmente en el Magnificat se
remarca en el acontecimiento de la maternidad de María, como la aceptación del
«siervo Israel» y el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham. De esta
forma, se ubica la actitud de María frente a su propia elección, ella se habla,
al mismo tiempo, en nombre de Israel, de la Iglesia y de la humanidad.
María, madre
de la evangelización
Mucho se ha dicho en las comunidades
eclesiales que María tiene una especial relación con la Misión. “Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora
y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización”
(EG, 284).
El Santo Padre nos dice que la base
para considerar a María como un referente obligado en la Evangelización, es el
sentido especialmente comunitario de la Madre de Jesús, es decir, que “Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo
siempre está María” (EG,
284). Es por eso que, más que comentar lo que el Santo Padre ha dicho de María
y su relación con la Evangelización parece mucho más provechoso darle relieve a
su visión mariana de la Misión.
·
«Mujer, ahí
tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre»
(Jn 19,26-27). Estas palabras.. son… una fórmula de revelación que
manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de
hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). (EG, 285)
·
Al pie de la
cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos
lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en
esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. (EG, 285)
·
Ella, que lo
engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan
los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la Iglesia
y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo. (EG, 285)
·
María es la que
sabe transformar una cueva de animales
en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. (EG, 286)
·
Ella es la
esclavita del Padre que se estremece en
la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto
por la espada, que comprende todas las
penas. (EG, 286)
·
Como madre de
todos, es signo de esperanza para los
pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. (EG, 286)
·
Ella es la misionera que se acerca a nosotros para
acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno.
Como una verdadera madre, ella camina
con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor
de Dios. (EG, 286)
·
Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la
fe. (EG, 287)
·
Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un
itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. (EG, 287)
·
En esta
peregrinación evangelizadora no faltan las etapas
de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras
Jesús crecía. (EG, 287)
·
Hay un estilo
mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que
miramos a María volvemos a creer en lo
revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura
no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar
a otros para sentirse importantes. (EG, 288)
·
Es también la
que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón»
(Lc2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes
acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa
del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de
cada uno y de todos. (EG, 288)
·
Es la mujer
orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora»
(Lc 1,39). (EG, 288)
Preguntas.
1.
Al igual que
pasa con la imagen de Dios y la de Jesús, la forma de percibir a María por
parte de los agentes de la evangelización tiene una notable influencia en la
forma de evangelizar. ¿Qué imagen de María parece predominar tu comunidad
eclesial? ¿De qué manera ha influido para la transmisión del Evangelio?
2.
El canto del
Magnificat nos muestra el relieve que se da en el Mensaje de Salvación a los
pobres y los humildes. ¿Nuestros procesos evangelizadores tienen clara esta
prioridad? ¿Qué otros aspectos pueden recibir mayor atención de nuestra parte?
3.
El Santo Padre
Francisco ha puesto a María como “nuestra Señora de la prontitud” en el sentido
de “salir” a favor de los demás sin demora. ¿Cómo hemos trabajado el aspecto
misionero Ad gentes en nuestra comunidad? ¿Cuánto se ha avanzado?
[1] Müller,
Alois; Misterium Salutis,
p. 871
[2] Ignacio, Ef 19,1
[3] Justino, Diálogo con Trifón,
cap. 100: PG 6, 709-712
[4] Müller,
Alois; Misterium Salutis,
p. 874
[5] Papiro n. 470, John Rylands Library, Manchester.
Cf. O. Stegmüller, Sub tuum praesidium. Bemerkungen zur altesten Überlieferung:
ZKTh 74 (1952) 76-82; J. Cecchetti, Sub tuum praesidium: ECatt XI (Ciudad del
Vaticano 1953) 1468-1472 (reproducción y cotejo del texto). Cf. DACL I (París
1924) 2296s.
[6] Pikaza, Xabier; Dios judío, Dios cristiano, p. 338
[7] Cfr. Pikaza, Xabier; Dios judío, Dios cristiano, p. 342.
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